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A 74 años de Hiroshima, la bomba de EU que mató 100 mil en 9 segundos

TOKIO, Japón.-A las 8.15 del 6 de agosto de 1945, el Enola Gay arrojó su "Little Boy" sobre la ciudad nipona, causando 100 mil muertes en nueve segundos. Recién entonces, Japón aceptó firmar su rendición incondicional y así ponerle fin a la Segunda Guerra Mundial.

 Hasta último momento no se había decidido sobre qué ciudad el Enola Gay lanzaría su carga mortífera. Había cuatro posibilidades: Kokura, Hiroshima, Niigata y Kyoto. La primera opción había sido Kyoto.

 Las ciudades debían poseer un requisito indispensable para integrar esta lista. No haber sufrido antes bombardeo alguno. Debía quedar en evidencia el colosal poder destructor de la nueva bomba, sin que existiera duda alguna.

 Ciudades impolutas para sucumbir bajo su poder. Que ningún otro se atribuyera el mérito de hacer desaparecer una ciudad. Hiroshima no había recibido bombardeos en toda la guerra. Sólo una pasada de dos aviones que habían dejado caer una bomba cada uno. 

La primera cayó al agua; la segunda produjo dos muertos. Los habitantes de Hiroshima se consideraban afortunados.

 Por la ciudad circulaban los más disparatados rumores sobre las causas de esa inmunidad. Desde que una vez acabada la guerra, los norteamericanos instalarían allí sus fuerzas hasta que la madre del presidente había visitado Japón en su juventud y había quedado prendada por la belleza de esa pequeña ciudad. 

 Las autoridades militares de Hiroshima descreían de estas supersticiones. Sabían que si la guerra se prolongaba, caerían bajo las generales de la ley: serían atacados con bombas incendiarias, la novedad introducida desde los ataques aéreos a Tokio. 

El napalm: ideal para destruir las ciudades japonesas, abundantes en papel y madera. El temor principal era la propagación del fuego. Ordenaron construir caminos cortafuegos. Para eso debían derribar numerosas casas. La abnegación japonesa salió, una vez más, a la luz. Nadie se opuso. 

La gente perdía sus viviendas en miras al bien común. Cada mañana miles de alumnas secundarias recogían los escombros de las veredas y las despejaban. 

 En la madrugada del 6 de agosto, un avión sobrevoló el cielo de Hiroshima. Sonó, como casi todas las madrugadas del último mes, la alarma antiaérea. Nadie se preocupó en demasía. Era un B-san (Señor B), como los japoneses llamaban a los B-29. Sólo uno. Pero ese B-29 no era uno más. 

Era el Straight Flush comandado por Claude Eatherly, integrante del cuerpo 509. Eatherly debía hacer la ruta que sólo una hora después haría el Enola Gay y comprobar las condiciones metereológicas. Desde el cielo, la ciudad se veía con prístina claridad. 

Eso informó Eatherly. El Enola Gay continuó su marcha con confiada tranquilidad. Little Boy (el nombre con el que habían apodado a la bomba atómica) esperaba ser lanzada. Una hora después el Enola Gay ya sobrevolaba Hiroshima. En los primeros nueves segundos posteriores al impacto de “Little boy” sobre Hiroshima murieron al menos cien mil personas.

Eran las 8.15 del 6 de agosto de 1945. El último minuto de una era. Sesenta segundos después comenzaba la era atómica. Con la muerte instantánea de más de cien mil personas. Cien mil muertos en nueve segundos.

 El setenta por ciento de las viviendas absolutamente destruidas. Sesenta mil heridos de gravedad. La gran mayoría de ellos murió en los días y meses subsiguientes como consecuencia de la explosión atómica.

En el diario de navegación, Robert Lewis, tripulante del Enola Gay, escribió apenas vio el hongo formarse en el horizonte: "¡Dios mío! ¿Qué hemos hecho?". Un sobreviviente japonés, Makiko Kada, muchos años después, testimonió ante Tomás Eloy Martínez: "El sol se hizo pedazos y cayó. El cielo, que siempre me había parecido tan lejano, quedó sin el sostén que le daba el sol y se vino abajo casi al mismo tiempo. 

La luz creció tanto que no pudo soportarlo. De modo que la luz también murió aquel día". 

 La explosión de “Little boy” no dejó rastros de vida en 1,5 kilómetros a la redonda La explosión de “Little boy” no dejó rastros de vida en 1,5 kilómetros a la redonda.

Doce horas más tarde, el presidente Harry S. Truman expresó en un mensaje emitido por la radio: "Un avión norteamericano lanzó una bomba sobre Hiroshima inutilizándola. Los japoneses comenzaron la guerra por el aire en Pearl Harbor. Han sido correspondidos sobradamente. Este no es el final. Si no aceptan las condiciones pueden esperar una lluvia de fuego que sembrará más ruinas que todas las hasta ahora vistas sobre la tierra". 

 Nada quedó con vida a un kilómetro y medio a la redonda del epicentro de la explosión. Ni siquiera vestigios. Todo se evaporó. Todo quedó convertido en polvo radiactivo.

 Las personas se desintegraron. No quedaron restos que identificar. Sopladas por la onda expansiva, la imagen de alguien quedó grabada en el pavimento agrietado. 

La bomba atómica iguala a las cosas con los seres humanos: lo (mucho) que queda a su alcance reducido a la nada. 

 Los sobrevivientes se olvidaron de sus pertenencias, de sus casas derruidas. Buscaban infructuosamente a sus familiares. A los que encontraban con vida, después de remover trabajosamente los escombros, les tendían la mano para extraerlos de las ruinas. 

La operación se complicaba. La piel de los brazos se les desprendía como la cáscara de una mandarina. Las quemaduras eran atroces. Presentaban también una mutación alarmante: en pocas horas pasaban del amarillo al rojo para terminar negras, supurantes y hediondas. 

 Casi todos los centros de atención médica de la ciudad quedaron inutilizados. Sólo un diez por ciento de los médicos estuvieron en condiciones de atender pacientes, la fila más larga de pacientes de la historia de la humanidad. 

 Un hibakusha (personas afectadas por una explosión: los japoneses evitan llamarse sobrevivientes) le transmitió al periodista John Hersey una imagen patética -una de las tantas- que presenció: "Entre los arbustos había 20 hombres, todos en el mismo estado de pesadilla: sus caras completamente quemadas, las cuencas de sus ojos huecas y el fluido de los ojos derretidos resbalando por sus mejillas (debieron de estar mirando hacia arriba cuando estalló la bomba; tal vez fueran personal antiaéreo). 

Sus bocas no eran más que heridas hinchadas y cubiertas de pus, que no soportaban abrir la necesario para recibir el pico de una tetera". Estos 20 hombres estaban a más de tres kilómetros del lugar donde impactó la bomba.

 Un cronograma horroroso: horas después de los que perecieron en el momento del impacto, comenzaron a fallecer aquellos que habían sufrido heridas gravísimas, días más tarde quedaron en el camino los que habían sido invadidos por las quemaduras.

 Cuando todos pensaron que lo peor había pasado, alrededor de un mes después de la bomba, muchos de aquellos que habían quedado ilesos de la explosión fueron invadidos por extraños síntomas: pérdida del pelo, vómitos, diarreas, sangrado espontáneo, las heridas que habían cicatrizado se abrían de nuevo, fiebres superiores a los 41 grados. 

 (FUENTE: INFOBAE)

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